PERO SIGUES VIVIENDO.

 

La sensación no desaparece, lleva tanto tiempo pegada a tu piel que no se va. Ya no recuerdas la última vez que viviste sin ella, y, cada vez, ves más complicado que desaparezca. 

Como cada mañana, subes al metro y parada tras parada respiras con más dificultad. La gente sube y a ti te empieza a faltar el aire. No puedes respirar, hay demasiada gente y están demasiado cerca de ti...Te ahogas sin necesidad de estar bajo el agua. Inhalas y exhalas lentamente, pero el pecho te duele tanto que parece que te lo atraviesan con una flecha e intentas no perder el control, pero... piensas que te caes, que no vas a conseguir llegar a la parada. Todo te da vueltas y cuando te empiezan a fallar las piernas, una letras amarillentas parpadean anunciando tu parada. Bajas. 

En la calle el aire es frío y cortante, pero lo agradeces, como la bofetada que te hace reaccionar,  respiras. Caminas con rapidez, porque no puedes llegar tarde, aunque has salido de casa con tiempo más que suficiente. Con cada paso que das el pecho te recuerda que alguien te clavó una flecha en él, pero ya no recuerdas cuando fue eso.

Sorteas transeúntes, respiras. En la acera empiezas a coincidir con más gente que va en dirección contraria a  ti y se te empieza a instalar el miedo. Miedo al hombre trajeado que va a trabajar, miedo a la mujer que sale de comprar el pan, miedo al adolescente que pasea a su perro, miedo al perro, miedo al gato que maúlla desde el balcón de su casa, miedo, miedo, miedo... Te sobresaltan las puertas que se cierran a tus espaldas, haciendo que tu corazón vaya a mil por hora. Te colocas la mano en el pecho y respiras, aunque te duela tanto que creas que es imposible respirar. 

Miras el reloj, en un acto de desviar la atención a otra cosa, y ves que son las 8:45 y tu día acaba de empezar, pero la sensación no desaparece y ya no recuerdas la última vez que viviste sin ella. Pero vives. Porque aunque la sensación no desaparca, tú, sigues viviendo y tienes que aprender a vivir con ella.